. Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a
un grupo de amigos (Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha
terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que
hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien
importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin cultura,
sin lo que el mundo llama "cultura". No poseían títulos ni apoyos. No tenían
dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder
alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos
-uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con las
más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la
cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados
por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel
hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.
Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban,
en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los
poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los
ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un
enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos
cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos
asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían
de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la
tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro
amigos más le acompañaron en su agonía.
La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre
su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido
sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de
aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del
olvido, de la noche y de la soledad.
Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a
aquel hombre. Los historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que
tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él.
Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre
para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen
escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su
historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte
que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de
miles de hombres y mujeres dejan todo -sus familias, sus costumbres, tal vez
hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.
¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han
amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas
violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de
agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo.
¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por
proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuantos han sido obligados a
creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado su nombre
como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su
doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la
Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el
mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos
quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.
¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio
frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada
ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de
amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos
hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o
maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura,
espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es? Pienso que el
hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha
comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: "Yo digo a los hindúes que su vida
será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús". ¿Y qué pensar
entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él,
que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?
Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo,
si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de
lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha
sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio,
él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la
mitad de sus vidas.
Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es
algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con
otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es
un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de
mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver
con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que
llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo ser humano
a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una
aldehuela del corazón de África.
Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él,
el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como
el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad-
nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta
sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su
historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído
sus palabras?"
Del libro "Vida y misterio de Jesús de Nazaret".
Jose Luis Martin
Descalzo
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