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El otro día vinieron a entrevistarme unos
estudiantes de periodismo para no sé qué revista juvenil, y me preguntaron: "Y
tú, ¿no te cansas nunca de dar alientos a los demás?" Les dije que sí, que me
cansaba por lo menos tres veces al día. Lo que ocurría es que también por lo
menos cinco veces al día sentía la necesidad de no convertir en estéril mi vida
y aún no había encontrado otra tarea mejor que esa.
Y cuando los muchachos se fueron, me puse a pensar en un viejo amigo mío que era
mozo de equipajes de Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo
ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su
permanente alegría. No sabía hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando
te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté:
"Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?" Se rió y me dijo: "Me voy un poco en cada
maleta que subo para los que se van hacia la playa."
Él sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo
dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los
demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los
demás se van felices, mientras él sólo saborea el sudor de haberles ayudado en
esa felicidad.
¿Sólo el sudor? No se lo dije a mi amigo el mozo de equipajes porque se hubiera
reído de mí y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras
por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa, satisfacción.
Desde entonces pienso que todos los que sienten vocación de servicio –sea la que
sea su profesión- son un poco mozos de equipajes. Y que todos sienten esa
extraña mezcla de cansancio y alegría. Al fin me parece que en la vida no hay
más que un problema: vives para ti mismo o vives para ser útil. Vivir para ser
útil es caro, hermoso y fecundo.
Claro, desde luego. Todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos
sino ser queridos? Por mucho que nos disfracemos, nuestra alma lo único que hace
es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel. Por
eso el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se
rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por
salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a
ser amados.
Recuerdo haber escrito hace años un extraño poema en el que me imaginaba que,
por un día, Cristo se dedicaba a hacer los milagros que a él le gustaban y no
los puramente prácticos que la gente le pedía. Y que, en un camino de Palestina,
una muchacha hermosísima se presentaba ante Él planteándole la más dolorosa de
las curaciones: ella era tan bella, que todos la querían, pero ella no quería a
nadie. Deseada por todos, arrastraba una belleza inútil e infecunda. Y le pedía
a Cristo el mayor de los milagros: que la concediera el don de amar. Cristo,
entonces, la miraba con emoción y compasión y le preguntaba: "¿Sabes que si amas
tendrás que vivir cuesta arriba?" La muchacha respondía: "Lo sé, Señor, pero lo
prefiero a este gozo muerto, a esta felicidad inútil." Ahora Cristo le sonreía y
le decía: "Ea, levántate y ama, muchacha. Entra en el mundo terrible de los que
han preferido amar a ser amados." Y la muchacha se alejaba con el alma
multiplicada, dispuesta a nadar felizmente a contracorriente de la vida.
La fábula seguramente es disparatada, pero verdaderísima. Porque –los recientes
enamorados lo saben- amar a la corta es dulcísimo; a la larga, cansado; más a la
larga, maravilloso.
¿Cansado por qué? Cansado porque siempre nos sale entre las costillas el viejo
egoísta que somos y nos grita tres veces cada día que nadie va a agradecernos
nuestro amor –es mentira, pero el viejo egoísta nos lo dice-; porque saca además
aquel viejo argumento del ¿y a ti quien te consuela? Un falso planteamiento:
porque el problema no es si nuestro amor nos reporta consuelo, sino si el mundo
ha mejorado algo gracias a nuestro amor.
Pero claro que es difícil aceptar que nuestro veraneo está en esas maletas de
esperanza que hemos subido en el tren de los demás. Para ello hace falta creer
en serio en los demás. Y eso sólo lo hacen a diario los santos. Por eso, si yo
fuera Papa canonizaría corriendo a mi amigo el mozo de equipajes de Valladolid.
De "Razones para
el amor".
Jose Luis Martin
Descalzo
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